martes, 25 de febrero de 2014

Déjame que te abra la boca. (Algunas preguntas para enfocarte mejor al comunicarLe)


Dos rabinos llegaron a un pueblo a predicar. Mientras uno hacía discursos eruditos de tipo dogmático, el otro compartía su fe a base de cuentos y de anécdotas. La gente abandonó pronto el primero para ir a escuchar al segundo. Aquel, después, abatido, se quejó a su compañero y recibió por respuesta esta parábola:
- Dos hombres llegan a una ciudad y se dedican a vender joyas. Uno vende perlas y piedras preciosas y el otro bisutería. ¿Quién crees que reunió más gente?
Maestro: evidentemente vende más quien vende bisutería, porque es lo que la mayoría puede comprar. Poco sirve decir verdades profundas si no están al alcance de los oyentes.                                                                                                 (Autor desconocido)

A veces me pregunto en qué consiste realmente la predicación y el anuncio del Evangelio. Acaso, ¿hay que preocuparse tanto del modo en que se dicen las cosas como si lanzáramos una campaña de marketing? ¿Se trata de pura estética verbal? ¿No será más propio nuestro decir lo que uno siente e improvisar sin tanta herramienta retórica? ¿Predicar tiene que ver con colocar un producto o vender bisutería como el rabino del cuento? 
Mi reflexión no es nueva. Me sumo a una inquietud presente desde la antigüedad. San Pablo construye su teología de la predicación confrontándose con los oradores de su tiempo. Bien sabía él que Demóstenes se llenaba la boca de piedras para ejercitarse en la seductora belleza de una buena pronunciación. Seguro que conocía los usos oratorios de las escuelas rabínicas y los tratados de retórica de los filósofos clásicos. Y sin embargo, un hombre como Pablo, dedicado a la predicación, ¿los desprecia? A simple vista, así parece. Basta recordar sus escritos para darnos cuenta cómo aborda el tema: “Cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios…”. Y prosigue: “mi palabra y mi predicación no se apoyaban en persuasivos discursos de sabiduría…” (1 Cor 2,1.4). ¿Quiere decir esto que a Pablo preparar bien la predicación o utilizar los medios retóricos de su tiempo le parecía algo superfluo y carente de valor?  

Pablo sabía que el cómo de la predicación es decisivo, como lo sabemos todos los que nos dedicamos a este ministerio. Lo sabéis también quienes domingo tras domingo, o charla tras charla, ejercitáis la paciencia de la escucha. La muestra es que el mismo Pablo en sus cartas utiliza una estructura retórica bien estudiada y hace uso de figuras literarias con gran dominio. ¿Nos engañaba San Pablo? El objetivo de la predicación para él no era la elocuencia con la que se presentase el mensaje o la brillantez del predicador; sino provocar la experiencia del encuentro entre cada uno de los oyentes y Dios mismo.
Lo que Pablo pretende con sus palabras no es más ni menos que generar una “divina” conversación. Esta es la sabiduría de Dios que transmite: la del deseo infinito de Dios por encontrarse con cada uno de nosotros, la del abrazo de Jesús de Nazaret a la humanidad.
Y es que predicar el Evangelio –en el ambón, en las redes sociales, en la clase, con tu pareja, en la atención a los inmigrantes o junto a la cama de un hospital, etc.- es algo más que comunicar con belleza una verdad sobre Dios o sobre la vida cristiana. Es un acontecimiento en el que la Palabra y tus palabras trabajan el corazón de quien las recibe. Y también amasan tu corazón. Hablamos de Dios para acabar hablando a Dios. Aquí se esconde algo vivo y vital, algo dinámico del anuncio del Evangelio. Con tu palabra y tu buena preparación se pone en marcha una revolución: Dios busca entablar una conversación que te supera. Y por ello, aunque no puedes controlar el encuentro, has de adquirir todas aquellas herramientas que mejoren este servicio de manera competente y eficaz. Es Dios mismo quien te abre la boca para decir su Palabra (Ez 3,27), pero la pericia para hablar mejor o peor no te va a caer del cielo.
Por eso, puede resultar útil cuando preparemos la predicación en cualquiera de sus formas hacernos estas preguntas: mis palabras y mis recursos, ¿van a favorecer que se dé el encuentro entre Dios y su pueblo? ¿Me acerco al ambón o a la puerta del aula con la expectativa de que se dé este acontecimiento? Aunque no hable de Dios explícitamente al publicar en las redes, ¿deseo que se dé esta conversación?
Nuestra responsabilidad es enorme, pero preciosa. Nuestras palabras, como las del rabino de la bisutería, pueden ser una buena manera para que permitamos entrar al que está a la puerta y llama. Gran regalo es que Dios nos diga cada día: “déjame que te abra la boca porque quiero hablar con tus palabras, tus gestos, tus miradas. Y seguir ofreciendo un abrazo infinito".

martes, 18 de febrero de 2014

Lo confieso. Tengo tentaciones.



Hoy va de confesiones. Ando releyendo estos días los números que el Papa Francisco dedica a la homilía en Evangelii Gaudium. Sus consideraciones constituyen pequeñas joyas para quienes dedicamos buena parte de nuestro tiempo y energía personal a hablar sobre la vida cristiana. Creo que se pueden aplicar a todos los actos comunicativos de la Iglesia. De entre las reflexiones que me han llamado la atención, se encuentra esta:

       “La homilía es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase”. […]Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro” (138).

Lo confieso. A mí también me ha pasado. Yo mismo he tenido la tentación de tratar la predicación como una clase o una mini-conferencia interesante. Y he caído en ella. Desde luego, sé que no me sucede a mi solo. Este aguijón lo llevamos clavado muchos y muchas. Y ya se sabe, consuelo de tontos. Junto a la falta de preparación, está muy extendido el género “homilía-ladrillazo dogmático”. Y si no, recordemos ciertas palabras a propósito de la fiesta de la Inmaculada, la Asunción de nuestra Señora o la Trinidad. Tal vez, nos ha traicionado una cierta idea de la función de enseñar... Me vienen a la memoria las críticas en este sentido de algunos entrevistados en la película La Última Cima, de J.M. Cotelo. Lo confieso. Mea culpa, mea grandísima culpa.

En cierto modo me consuela pensar que el ladrillismo supera los ámbitos eclesiales. Hace poco leía un artículo que afirmaba que la mayoría de las presentaciones de los emprendedores son insoportables. También en el ámbito académico sucede con frecuencia. Algunos conferenciantes harían lo posible para encontrar la fórmula para no ser comprendidos ni resultar interesantes. Quizá nos alimenta una oscura pasión: si demuestras que sabes comunicar con sencillez y simplicidad, es que debes ser intelectualmente flojo. Si por el contrario, manifiestas que eres capaz de pronunciar –y leer- un discurso u homilía complicada, entonces te encuentras en el selecto club de las personas brillantes. ¿A ti también te sucede? Bienvenido seas a la Fraternidad del Tedio. Mea culpa, mea grandísima culpa.

Levantado el dedo acusador, aunque sea contra mí mismo, es menester una propuesta de solución. Y esta es “de libro”. Simplicidad=esencia+concisión. Nadie nos habrá aconsejado nunca que nuestras mensajes deban ser extensos y enrevesados –excepto para redactar el BOE o el prospecto de un medicamento-. Cuanto más reducida sea la cantidad de información y más vaya a lo esencial, más comprensible y contagiosa será. Ambos elementos son necesarios. El esfuerzo de la brevedad, exige el esfuerzo arduo de alcanzar el núcleo de las cuestiones. Muchos de nosotros poseemos conocimientos específicos en diversas materias –incluida la teología-: nos fascinan los detalles, los matices y la complejidad. Pero, ¿nos ayudan a comunicar y a predicar mejor? Si las ideas y las palabras que utilizamos al evangelizar son concisas y además transmiten el punto central del mensaje, entonces seguro que podremos incendiar el corazón de la gente. Si por el contrario, nos esforzamos en decir tres cosas de manera enrevesada, entonces no estaremos comunicando nada.  

Por hoy, fin de la confesión. Así somos. Así vamos caminando. Que siempre nos motiven las ganas de aprender para servir mejor a la Palabra y al pueblo de Dios.   

¿Se te ocurre alguna idea más para evitar el ladrillismo profesional? ¿Te animas a compartirla?.

martes, 11 de febrero de 2014

¿Se equivocó el cardenal? Tal vez se olvidó del axioma



Facultad de Ciencias de la Información. 1o de Periodismo. Primer día de clase. Primera asignatura. Primer profesor. Y en el medio de tanta novedad, un nombre, una obra, un axioma para recordar eternamente: El medio es el mensaje, de Marshall McLuhan. Y desde ese día aquel buen señor de cuyo nombre…, etc. se pasó varios meses repitiendo la cantinela. Los medios de comunicación condicionan la forma en que recibimos la información. Los medios mismos portan un mensaje. Muchos años después me sigo preguntando por la verdad de esta teoría. ¿Somos verdaderamente capaces de independizar el modo de comunicar de aquello que queremos comunicar? ¿Podemos ventilar los retos comunicativos de la Iglesia reduciendo la cuestión al dilema entre el fondo y la forma? Según una encuesta reciente, los jóvenes ya no consideran a la Iglesia una instancia que diga cosas significativas para sus vidas; ¿será cuestión del modo de transmitir el corazón del mensaje? o ¿se trata de algo más de fondo?


Me viene este pensamiento al hilo del episodio de la reprimenda del cardenal López Rodriguez, de República Dominicana, al jesuita Mario Serrano. Hace unos días, durante una eucaristía mostró en público unas palabras y unas formas durísimas contra este compañero. Al parecer, les separa algo más que opiniones diferentes sobre política nacional. Desconozco el tema como para pronunciarme con respeto y acierto. Sin embargo, el vídeo que circula por la red con su intervención me impresiona y viene a confirmar la afirmación de McLuhan. Los modos de comunicar no son neutros, condicionan el mensaje. Qué quería expresar el cardenal, no lo sé bien, pero sus  formas transmitían un mensaje que saltaba con pértiga los asuntos referidos. Quizá se le pasó a monseñor. Su lenguaje no verbal era tan elocuente o más que sus palabras: el tono de voz, los gestos del rostro, los movimientos de las manos, etc. Me pregunto qué piensa alguien ajeno a la Iglesia Católica y cuál es el mensaje recibido. Dudo que se haya quedado con el motivo de la reprimenda. Más bien se habrá hecho una idea del posible carácter, la probable manera de ser y actuar del emisor. Supongo. Es la primera vez que oigo hablar de él.

Roger Ailes, el asesor de comunicación de algunos presidentes americanos como Ronald Reagan, escribió hace unos años un libro muy interesante que me ayuda a continuar la reflexión. Lleva por título Tú eres el mensaje.  Entre otras cosas, el autor se refiere a lo que ha llamado el tú compuesto. Es decir, en cualquier comunicación toda la persona constituye lo que se dice. Las palabras, por sí solas, carecen de significado a menos que todo en uno mismo esté en sincronía con ellas. Y cuanto más tomemos conciencia de que no sólo transmitimos palabras, más éxito tendrá la comunicación. El autor continúa señalando que no se trata de crear una pose artificiosa ni de representar un papel. Antes al contrario, el juego consiste en sacar partido a todos los recursos naturales con los que uno cuenta para comunicarse.    

         
El reto pasa por trabajar sobre ese yo compuesto sin disfraces ni máscaras. ¿Qué decimos cuando nos sale el tonillo de predicador? ¿Por qué la gente desconecta a poco que el cura escondido tras el rol empieza la homilía con la formulita queridoshshsh herpatoshshsh? Cuando preparamos nuestras charlas, prédicas, presentaciones, ¿dedicamos un tiempo a pensar en cómo decir integralmente lo que queremos? Me resulta ilusionante el reto comunicativo que podemos llevar a cabo en la Iglesia –hemos sido maestros de retórica en otros tiempos…-. Al menos a mí me gustaría mejorar en este sentido para servir  con más calidad.
Termino este post un poco filosófico. Ya los escolásticos sabían el secreto a voces de la comunicación y este abc del periodismo: no hay forma sin fondo, ni fondo sin forma. Se subordinan mutuamente.
Os dejo reflexionando sobre lo que verdaderamente transmitió el cardenal. Por mi parte, me voy a aprender que yo mismo soy el mensaje –el medio que diría McLuhan-. Si mi comunicación no llega, antes de culpar a los otros he de pensar si todo mi yo –no solo mis palabras- es coherente. “El medio es el mensaje, chavales” que decía aquel viejo maestro de periodistas.
               
Si te animas, deja tu comentario y pensemos juntos.

martes, 4 de febrero de 2014

Aprendiendo de los monos reshus



¿Sabías que los monos reshus son muy sensibles al contacto visual? Reaccionan con violencia cuando otro mono o un ser humano los mira fijamente. Durante una investigación, una persona se acercaba a la jaula mirando directamente a los ojos del mono. Este se ponía agresivo y enseñaba sus dientes amenazadores. Sin embargo, cuando el investigador se aproximaba con timidez y la mirada baja, el animal apenas reaccionaba. Cuenta Flora Davis en su obra clásica La comunicación no-verbal que las ondas cerebrales de los monos y el ritmo cardiaco sufrían grandes variaciones según fuese el contacto visual establecido.


¿Podemos aprender algo de estos monos? Creo que sí. Los efectos del contacto visual y de su ausencia, también los experimentamos las personas. Esta semana estuve en una conferencia en la que el ponente se ocultó durante 50 minutos detrás de sus papeles. Participé también en una eucaristía en la que el presidente apenas miró a la asamblea. Leyó su homilía de 15 minutos sin levantar la vista en ningún momento. En ocasiones ambos llevaron sus ojos al infinito, pero nunca se cruzaron con los de cualquiera de sus interlocutores. Podéis imaginar la pobreza del mensaje, a pesar de que sus contenidos –intuyo- podían ser interesantes. Los que nos dedicamos a la predicación en cualquiera de sus contextos a veces lo olvidamos.

El contacto visual es tan decisivo en la comunicación porque hunde sus raíces en instintos muy primitivos. La crías de animales saben que es necesario para la supervivencia. Comer depende de tropezar con los ojos de la madre. El cruce de miradas posee una gran capacidad para establecer relaciones pues posee un fuerte componente emocional. Cuando miras a los ojos de aquellos a los que te diriges, conectas inmediatamente con ellos en un nivel profundo. Dicen que los asesores de Juan Pablo II le recomendaron que, al saludar durante largo tiempo a la gente, evitase el contacto visual. Al parecer, terminaba exhausto de sus audiencias. Las emociones se propagan como los virus a través de la mirada, basta recordar cómo nos contagiamos al cruzar los ojos de alguien que va a romper a llorar.

La falta de contacto visual empobrece la comunicación. Todos lo hemos experimentado: disminuye la atención, se percibe como una carencia de interés por parte del que habla hacia la audiencia y como falta de sinceridad. Es distinto pasear la mirada sobre los otros, que salir al encuentro de sus ojos. En el servicio de atención al paciente de un hospital alrededor del 90% de las quejas que se recibieron tenían que ver con la falta de contacto visual con el doctor. Resultado: grandes profesionales de la medicina eran percibidos como descuidados en el trato y peores médicos. ¿Nos pasará algo similar en la Iglesia?

Conviene recordar que se trata no tanto de amplificar el mensaje que se quiere transmitir, como de establecer una relación. Y eso siempre conlleva sus riesgos y deja ver nuestras barreras comunicativas: inseguridad, timidez, desinterés, escucha pobre.   

¿Twitter? ¿Facebook? ¿Whatsapp? No hay comunicación más inmediata que la de los ojos. Tal vez por ello resultan más creíbles quienes tienen en su perfil una foto propia en la que estos se ven. La mirada exterioriza el alma, decía Quintiliano. De algún modo el contacto visual nos expone, nos desnuda, nos hace vulnerables. Y más verdaderos.

El contacto visual puede suponer todo un reto y un arte para mejorar la comunicación. Nos lo enseñan nuestros ancestros, los monos, que de comunicación saben mucho. Toma conciencia y pruébalo mañana mismo en el aula, en la predicación, en tus vídeos. Si todavía dudas, te propongo que veas sin sonido algunos minutos de este vídeo: un hombre sin brazos ni piernas, dice todo con su mirada. 


¿Recuerdas a personas que cuando hablan no te miran nunca a los ojos? ¿Conoces, por el contrario, a otras cuya mirada transmite cercanía, afecto, interés, verdad? ¿En qué situaciones puedes entrenar tu contacto visual para transmitir mejor la Buena Noticia?