viernes, 20 de junio de 2014

A PROPÓSITO DEL REY: EL PREDICADOR Y SU FUNCIÓN CELEBRATIVA



Esta semana hemos vivido en España un cambio de rey. Por casualidad, el mismo día que se ha producido tal acontecimiento, me he encontrado con una interesante historia real. A mí me ha ayudado bastante a entender cuál es el lugar de los lectores en la celebración cristiana y, específicamente, cómo ha de comprenderse a si mismo quien predica la Palabra. Por eso, la comparto ahora con vosotros.


En la costa este de Madagascar, junto al sistema político oficial, pervive la organización tribal gobernada por el rey. Esta es una figura que guía, sostiene y corrige al pueblo. “En la vida de la colectividad, la figura del rey está totalmente en función de su pueblo, al que rige por medio de su palabra. Así pues, siempre se está a la espera de que el rey hable. Pero en la costa este de Madagascar el rey nunca habla. Un antiguo proverbio afirma: “la boca del rey es santa, por eso no habla”. Sin embargo, es cierto que si bien durante las reuniones oficiales en la casa del antepasado, o sea, en el palacio, el rey no pronuncia ni una sílaba, ni jamás se le pasa por la cabeza dirigirse al pueblo, no por eso permanece mudo. De hecho, el rey está siempre presente ante el pueblo por medio de su porta-voz, un hombre maduro, de gran experiencia, íntimo del rey, que transmite al pueblo la palabra que escucha al monarca.

El porta-voz real, acompañado de algunos nobles, siempre comienza su discurso al pueblo con esta fórmula: “Así dice el rey…”. Desde ese momento todos saben que, aunque físicamente el que habla es este hombre, o sea, uno de ellos, quien de hecho está hablando es el propio rey. Más aún, desde el punto de vista jurídico, ese hombre es el rey mismo que dirige hoy sus palabras al pueblo. Como el rey no puede hablar debido a la santidad de su boca, el porta-voz le presta la suya para que pueda comunicarse efectivamente con el pueblo”(1)­.


El porta-voz del rey desempeña, por tanto, una función muy similar a la de los profetas del Antiguo Testamento. Ellos se presentaban ante el pueblo y comenzaban su discurso con estas palabras: “Así dice el Señor”. De la misma forma, se puede considerar que eso sucede con los lectores de nuestras celebraciones y con quien pronuncia la homilía. En particular, el predicador prolonga la Palabra de Dios que ha sido proclamada: le regala su voz y su persona.


La historia que os traigo hoy ilustra muy oportunamente el lugar que ocupamos quienes leemos y comentamos la Palabra en la homilía. Alguien que sube al ambón para decir con sus labios la Palabra de Dios, está siendo un porta-voz de Dios mismo. Es Él quien habla. Imagino que el porta-voz del rey estaría muy atento a no decir lo que a él se le ocurriera. Más bien intentaría transmitir lo más fielmente posible sus palabras para que fuesen bien comprendidas. Esto no anula el don de su voz, sus gestos y su propia personalidad, pero los modula en función de lo que el rey ha querido expresar y de aquellos a los que se dirige.

Se me ocurre fantasear pensando que el esperado discurso del nuevo rey de mi país, hubiese sido pronunciado por un porta-voz delante del mismo monarca. ¡Qué responsabilidad! Seguro que en tan solemne ocasión habría puesto todo su empeño para hablar realmente como si fuese el rey.


¿Por qué no intentar nosotros al leer y al predicar tomar conciencia de nuestra condición de porta-voces? Tomemos conciencia de que es Dios mismo quien habla por nosotros y, eso, nos ayudará a custodiar sus palabras, a reconocer con humildad quiénes somos y quiénes no. El Rey solo es uno, nosotros somos sus porta-voces; aquellos de quienes se espera madurez, experiencia de la vida e intimidad con su Señor; aquellos de quienes se espera que digan las palabras del Rey. 

  

(1) La historia está extraída del libro La liturgia de la Palabra, de C. Giraudo, en la editorial Sígueme, pp. 65-66.