Imagina que visitamos la frontera
entre dos países. Son naciones cercanas, en cultura y costumbres, pero algo
les diferencia. Les separa un hilo delgadísimo. No hay puestos
fronterizos. No hay controles que vigilen la mercancía. No hay policía de
inmigración. Se puede pasar de uno a otro país sin visado. Sus habitantes son
casi hermanos. Les separa una línea apenas perceptible. Y maldita. En el
primer país se comparte. En el segundo se alecciona. En uno se comunica, en el
otro se adiestra. En uno se propone. En otro se impone. Uno se llama
Persuasión. El otro, Manipulación.
A
raíz de algunos comentarios y lecturas, esta semana comparto con vosotros una reflexión, inacabada, sobre la línea que separa la persuasión de la
manipulación. Algunos dirían que en la Iglesia unos se pasan la vida “arreando sermonazos”
al personal, es decir, “estimulando a las bestias para que echen
a andar, o para que sigan caminando, o para que aviven el paso” –según la RAE-.
Otros viven aguantando la soflama con resignación, incapaces de pensar por sí
mismos. De todo ha habido. De todo hay. No sólo.
Reconozcamos
con honestidad que muchas de nuestras comunicaciones eclesiales tienen como
objetivo convencer. ¿Qué desea una
madre cuando reza con su hijo antes de dormir? ¿Qué quiere un pastoralista
cuando siembra sus horas con los adolescentes? ¿Qué pretende el que pronuncia
la homilía del domingo? ¿A qué aspira quien publica mensajes de contenido
religioso en las redes sociales? En todos los casos se busca mover a las
personas hacia un encuentro personal con el Misterio, hacia el asentimiento a
ciertas afirmaciones de fe o hacia alguna postura respecto de temas morales. El
titular “Un niño huérfano iraquí dibujó
a su madre en el suelo para volver a verla”, una frase del Youcat en un tweet o la
publicación de una foto de un feto abortado, dan muestra de ello.
Aristóteles decía que “la retórica
es el arte de descubrir, en cada caso particular, los medios adecuados para la
persuasión”. Ahora bien, la frontera donde empieza la manipulación
y donde termina la persuasión es casi invisible, pero existe. También nosotros
corremos el riesgo de atravesar de un país al otro sin darnos cuenta. Puede
ocurrirnos al trabajar en la mejora de las competencias comunicativas, por
mucho que el objetivo sea anunciar el Evangelio.
A ese riesgo y sus artimañas estamos
expuestos cada vez que nos dirigimos a otros. Quienes saben persuadir y quienes
saben manipular conocen bien los mismos principios de la comunicación y la interacción
humana, saben cómo utilizarlos, pero sus derivas son diferentes. La
manipulación implica coacción, amenaza, engaño, intimidación, omisión de
información, y acaba imponiendo al oyente algo que ni le interesa ni desea. Una
vez leí que un manipulador puede tener
empleados, pero nunca un equipo. La persuasión pretende mover con
sinceridad a los demás hacia objetivos que puedan ser compartidos libremente,
apelando al compromiso propio sin miedo a posibles represalias. Persuadir tiene
más que ver con favorecer que otros comprendan -y te ayuden a construir- tus perspectivas, tu visión del
mundo, de las personas, y se sumen si lo desean. Y es que quien persuade piensa en compartir en lugar de en amaestrar.
Las publicaciones actuales sobre hablar en público ofrecen miles de consejos para
convencer mejor. Sin embargo, suelen olvidar exponer un fundamento ético que
enseñe a no traspasar la frontera maldita de la manipulación. Por eso, sugiero tres criterios para repensar nuestros modos de comunicarLe:
Ø Intención
recta: preguntarnos qué deseamos realmente al comunicar, al predicar, al
hablar de Dios, al publicar en el blog, etc. ¿A quién servimos? ¿Cuál es el fin de nuestras
palabras y gestos?
Ø
Audio-centrismo:
lo que decimos ha de enfocarse en la audiencia, el interlocutor, en sus circunstancias, sus
necesidades, buscando su bien -y contando con él-. Sirve de poco el "ya-sé-yo-lo-que-tú-necesitas". Cuando hablo ¿tengo en
cuenta a quien tengo delante o suelto “sermonazos”?
Ø
Servicio:
tenemos el ánimo de prestar una ayuda, de favorecer el bien del otro, de
acompañarle e incluso defenderle en sus batallas, por la simple razón de su
dignidad personal. “Que las cosas más sencillas pasen por ser ayuda para el
prójimo” –decía san Ignacio de Loyola-.
Cada
uno de estos aspectos daría para una larga reflexión más matizada. Dejémoslo
aquí. Podemos transformarnos en magos y prestidigitadores de la palabra, pero seamos lúcidos para clarificar en qué lado
de la línea de la manipulación nos situamos, en cuál de los dos países
queremos vivir.
¿Se te ocurren otros elementos para discernir la ética
de nuestras comunicaciones persuasivas? ¿Conoces a personas que saben convencer
sin imponer? ¿Cómo lo hacen?
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