Dos rabinos llegaron a un pueblo a predicar. Mientras uno hacía discursos eruditos de tipo dogmático, el otro compartía su fe a base de cuentos y de anécdotas. La gente abandonó pronto el primero para ir a escuchar al segundo. Aquel, después, abatido, se quejó a su compañero y recibió por respuesta esta parábola:
- Dos hombres llegan a una ciudad y se dedican a vender joyas. Uno vende perlas y piedras preciosas y el otro bisutería. ¿Quién crees que reunió más gente?
Maestro: evidentemente vende más quien vende bisutería, porque es lo que la mayoría puede comprar. Poco sirve decir verdades profundas si no están al alcance de los oyentes. (Autor desconocido)
A veces me pregunto en qué consiste realmente la
predicación y el anuncio del Evangelio. Acaso, ¿hay que preocuparse tanto del
modo en que se dicen las cosas como si lanzáramos una campaña de marketing? ¿Se trata de pura estética verbal? ¿No será más propio
nuestro decir lo que uno siente e improvisar sin tanta herramienta retórica? ¿Predicar tiene que ver con colocar un producto o vender bisutería como el rabino del cuento?
Mi reflexión no es nueva. Me sumo a una
inquietud presente desde la antigüedad. San Pablo construye su teología
de la predicación confrontándose con los oradores de su tiempo. Bien sabía él
que Demóstenes se llenaba la boca de piedras para ejercitarse en la seductora belleza de una buena pronunciación. Seguro que
conocía los usos oratorios de las escuelas rabínicas y los tratados de retórica
de los filósofos clásicos. Y sin embargo, un hombre como Pablo, dedicado a la
predicación, ¿los desprecia? A simple vista, así parece. Basta recordar sus
escritos para darnos cuenta cómo aborda el tema: “Cuando fui a vosotros, no fui
con el prestigio de la palabra o la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios…”.
Y prosigue: “mi palabra y mi predicación no se apoyaban en persuasivos
discursos de sabiduría…” (1 Cor 2,1.4). ¿Quiere decir esto que a Pablo preparar bien la
predicación o utilizar los medios retóricos de su tiempo le parecía algo
superfluo y carente de valor?
Pablo
sabía que el cómo de la predicación
es decisivo, como lo sabemos todos los que nos dedicamos a este ministerio. Lo sabéis también quienes
domingo tras domingo, o charla tras charla, ejercitáis la
paciencia de la escucha. La muestra es que el mismo Pablo en sus cartas utiliza
una estructura retórica bien estudiada y hace uso de figuras literarias con
gran dominio. ¿Nos engañaba San Pablo? El objetivo de la predicación para él no
era la elocuencia con la que se presentase el mensaje o la brillantez del
predicador; sino provocar la experiencia del encuentro entre cada uno de los
oyentes y Dios mismo.
Lo que Pablo pretende con sus palabras no es más ni menos que generar una “divina” conversación. Esta es la sabiduría de Dios que transmite: la del deseo infinito de Dios por encontrarse con cada uno de nosotros, la del abrazo de Jesús de Nazaret a la humanidad.
Y es que predicar el Evangelio –en el ambón, en las redes sociales, en la clase, con tu pareja, en la atención a los inmigrantes o junto a la cama de un hospital, etc.- es algo más que comunicar con belleza una verdad sobre Dios o sobre la vida cristiana. Es un acontecimiento en el que la Palabra y tus palabras trabajan el corazón de quien las recibe. Y también amasan tu corazón. Hablamos de Dios para acabar hablando a Dios. Aquí se esconde algo vivo y vital, algo dinámico del anuncio del Evangelio. Con tu palabra y tu buena preparación se pone en marcha una revolución: Dios busca entablar una conversación que te supera. Y por ello, aunque no puedes controlar el encuentro, has de adquirir todas aquellas herramientas que mejoren este servicio de manera competente y eficaz. Es Dios mismo quien te abre la boca para decir su Palabra (Ez 3,27), pero la pericia para hablar mejor o peor no te va a caer del cielo.
Lo que Pablo pretende con sus palabras no es más ni menos que generar una “divina” conversación. Esta es la sabiduría de Dios que transmite: la del deseo infinito de Dios por encontrarse con cada uno de nosotros, la del abrazo de Jesús de Nazaret a la humanidad.
Y es que predicar el Evangelio –en el ambón, en las redes sociales, en la clase, con tu pareja, en la atención a los inmigrantes o junto a la cama de un hospital, etc.- es algo más que comunicar con belleza una verdad sobre Dios o sobre la vida cristiana. Es un acontecimiento en el que la Palabra y tus palabras trabajan el corazón de quien las recibe. Y también amasan tu corazón. Hablamos de Dios para acabar hablando a Dios. Aquí se esconde algo vivo y vital, algo dinámico del anuncio del Evangelio. Con tu palabra y tu buena preparación se pone en marcha una revolución: Dios busca entablar una conversación que te supera. Y por ello, aunque no puedes controlar el encuentro, has de adquirir todas aquellas herramientas que mejoren este servicio de manera competente y eficaz. Es Dios mismo quien te abre la boca para decir su Palabra (Ez 3,27), pero la pericia para hablar mejor o peor no te va a caer del cielo.
Por
eso, puede resultar útil cuando preparemos la predicación en cualquiera de sus
formas hacernos estas preguntas: mis palabras y mis recursos, ¿van a
favorecer que se dé el encuentro entre Dios y su pueblo? ¿Me acerco al ambón o
a la puerta del aula con la expectativa de que se dé este acontecimiento? Aunque
no hable de Dios explícitamente al publicar en las redes, ¿deseo que se dé esta
conversación?
Nuestra responsabilidad es
enorme, pero preciosa. Nuestras palabras, como las del rabino de la bisutería, pueden ser una buena manera para que
permitamos entrar al que está a la puerta y llama. Gran regalo es que
Dios nos diga cada día: “déjame que te abra la boca porque quiero hablar con
tus palabras, tus gestos, tus miradas. Y seguir ofreciendo un abrazo infinito".
Gracias Alejandro!
ResponderEliminarGracias a ti, Pedro. ¡Te mando un abrazo fuerte!
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